Para intentar un análisis profundo sobre la nueva Asignación Universal por hijo, en primer lugar resulta ineludible precisar en qué contexto se da, cuál es la situación de la pobreza, la desocupación y el costo de vida en Argentina.
Decir que se viven tiempos difíciles no es ninguna novedad. Pero cabe señalar que se está ante la mayor crisis de alcance mundial desde la gran depresión de los años 30. Esto, se ve reflejado en el crecimiento sin precedentes de la desocupación, en la incesante ola de desalojos, en las quiebras bancarias e industriales y en el derrumbe del comercio internacional.
Actualmente, el 40% de los argentinos no llega a la canasta básica de 1.600 pesos. Asimismo, “en el último año 400.000 trabajadores perdieron sus puestos de trabajo” (Prensa Obrera, 29/10). Por su parte, el Indec reconoce que los pocos empleos que se generan son precarios y que los trabajadores “no registrados”, que son la mitad de los asalariados, ganan en promedio unos 1.500 pesos.
Es en este contexto y no en otro que se enmarca la nueva Asignación Universal. Es interesante remarcar esto porque en la mayoría de los análisis el anclaje en la realidad brilla por su ausencia, y no es algo menor.
En este sentido, si bien esta medida significa algo de dinero extra para aquellos sectores más pobres, que hasta ahora no recibían ningún subsidio, no por esta sola razón se la puede calificar como acertada, ya que de ningún modo contribuye a revertir la situación de fondo.
Frente a este panorama se configura como una medida insuficiente, que más que luchar contra la pobreza, como lo sería por ejemplo generar trabajo genuino, propone un mero asistencialismo estatal.
En definitiva, el monto final de 180 pesos no asegura revertir el estado de vulnerabilidad de quien lo percibe. Para la consultora Ecolatina, la canasta de indigencia ascendía en julio pasado a 260 pesos por persona. O sea que la caridad oficial no llega a cubrir la totalidad del alimento de los menores que pretende amparar.
Para ponerlo en términos cotidianos, piénsese en una familia tipo donde los padres están desocupados, o están dentro del 40% que no llega a la canasta básica. Con los 180 pesos por hijo no se aseguran necesidades indispensables como lo son la vestimenta, una vivienda digna, el gasto en transporte, los materiales escolares. Ni hablar de comprar un libro o un juguete. Es decir, en esa familia los niños seguirán en la indigencia.
Otro aspecto negativo es la financiación. “Se estima que otorgar 180 pesos mensuales por hijo significaría un costo anual de unos 31.000 millones de pesos, de los cuales unos 15.000 millones surgirían de redistribuir fondos asignados a políticas actuales de ayuda social” (La Nación, 26/10). Es decir, de “recursos que están en planes como el Jefes de Hogar y el Familias, entre otros, y de la mayor recaudación impositiva por mayor consumo” (ídem).
Esto se puede interpretar como una re-redistribución de la pobreza si se tiene en cuenta que no se gravará una renta al gran capital agrario e inmobiliario que paga impuestos sesenta veces inferiores a lo que valen sus propiedades, sino que el 50% de los fondos saldría del bolsillo de las mismas familias que hoy están bajo el nivel de pobreza e indigencia, mientras que el resto lo aportarían los consumidores finales.
Ahora bien, a la luz de los argumentos esgrimidos, dada la magnitud de la crisis actual y la situación del país, resulta evidente la esterilidad de esta medida para revertir el tema de fondo.
Por eso, vale la pena remarcar, que la lucha contra la pobreza no pasa por entregar o no un plan social. Se deben adoptar medidas que realmente solucionen las causantes de esta situación, y que no se queden en la lógica asistencialista de la política social.
Decir que se viven tiempos difíciles no es ninguna novedad. Pero cabe señalar que se está ante la mayor crisis de alcance mundial desde la gran depresión de los años 30. Esto, se ve reflejado en el crecimiento sin precedentes de la desocupación, en la incesante ola de desalojos, en las quiebras bancarias e industriales y en el derrumbe del comercio internacional.
Actualmente, el 40% de los argentinos no llega a la canasta básica de 1.600 pesos. Asimismo, “en el último año 400.000 trabajadores perdieron sus puestos de trabajo” (Prensa Obrera, 29/10). Por su parte, el Indec reconoce que los pocos empleos que se generan son precarios y que los trabajadores “no registrados”, que son la mitad de los asalariados, ganan en promedio unos 1.500 pesos.
Es en este contexto y no en otro que se enmarca la nueva Asignación Universal. Es interesante remarcar esto porque en la mayoría de los análisis el anclaje en la realidad brilla por su ausencia, y no es algo menor.
En este sentido, si bien esta medida significa algo de dinero extra para aquellos sectores más pobres, que hasta ahora no recibían ningún subsidio, no por esta sola razón se la puede calificar como acertada, ya que de ningún modo contribuye a revertir la situación de fondo.
Frente a este panorama se configura como una medida insuficiente, que más que luchar contra la pobreza, como lo sería por ejemplo generar trabajo genuino, propone un mero asistencialismo estatal.
En definitiva, el monto final de 180 pesos no asegura revertir el estado de vulnerabilidad de quien lo percibe. Para la consultora Ecolatina, la canasta de indigencia ascendía en julio pasado a 260 pesos por persona. O sea que la caridad oficial no llega a cubrir la totalidad del alimento de los menores que pretende amparar.
Para ponerlo en términos cotidianos, piénsese en una familia tipo donde los padres están desocupados, o están dentro del 40% que no llega a la canasta básica. Con los 180 pesos por hijo no se aseguran necesidades indispensables como lo son la vestimenta, una vivienda digna, el gasto en transporte, los materiales escolares. Ni hablar de comprar un libro o un juguete. Es decir, en esa familia los niños seguirán en la indigencia.
Otro aspecto negativo es la financiación. “Se estima que otorgar 180 pesos mensuales por hijo significaría un costo anual de unos 31.000 millones de pesos, de los cuales unos 15.000 millones surgirían de redistribuir fondos asignados a políticas actuales de ayuda social” (La Nación, 26/10). Es decir, de “recursos que están en planes como el Jefes de Hogar y el Familias, entre otros, y de la mayor recaudación impositiva por mayor consumo” (ídem).
Esto se puede interpretar como una re-redistribución de la pobreza si se tiene en cuenta que no se gravará una renta al gran capital agrario e inmobiliario que paga impuestos sesenta veces inferiores a lo que valen sus propiedades, sino que el 50% de los fondos saldría del bolsillo de las mismas familias que hoy están bajo el nivel de pobreza e indigencia, mientras que el resto lo aportarían los consumidores finales.
Ahora bien, a la luz de los argumentos esgrimidos, dada la magnitud de la crisis actual y la situación del país, resulta evidente la esterilidad de esta medida para revertir el tema de fondo.
Por eso, vale la pena remarcar, que la lucha contra la pobreza no pasa por entregar o no un plan social. Se deben adoptar medidas que realmente solucionen las causantes de esta situación, y que no se queden en la lógica asistencialista de la política social.
Pasa en primer término por prohibir los despidos y por generar trabajo genuino. Luego, por conseguir un salario que cubra el costo de la canasta familiar, que hoy ronda los 4.400 pesos; así como por un subsidio al desocupado que cubra el 82% de esa canasta y por una jubilación móvil que parta de ese mínimo
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